miércoles, 2 de abril de 2014

Cuando muere la cordura la música abre la escuela. Poemario I.

Donde hay poca justicia es un peligro
tener razón.
Francisco de Quevedo.

Para esos momentos en los que uno se siente vacío, para que mueran cuanto antes. Recordar es bueno que ya hubo gente antes que sintió igual que tú. Para que no mueran los sentidos. Tapar la falta de inspiración con poemas de los grandes. Poemas comprometidos.

En el mundo no debería faltar nunca agua para nadie, ni pan, ni trabajo, ni salud, ni cultura. En el mundo sobran sinvergüenzas, ladrones de guante blanco, políticos corruptos, personas también corruptas. Sobra mala gente. Sobran iluminados que vienen a salvarnos del apocalípsis y falta luz de la precisa para ver los renglones que nos lleven a encontrar la chispa que prende la mecha del cambio. Pasamos por la poesía como por encima de algo para románticos, nostálgicos y falsos bohemios, y seguimos pasando. Lo mismo pasamos por encima de canciones que comprometen el pensar -como diría Pablo Milanés-. En este número de La Revista quiero sentir lo mismo que sintiese en su día el "negro" que le escribió el Best Seller a Ana Rosa Quintana, un hombre que supo enseñar al mundo la estupidez supina que habitaba en la mente de la Magnate de la comunicación. Me dispongo a plagiar a bastante gente en estas líneas. A ser un "negro". Quizá así pueda dedicar más días y más horas a hacer esto cuando el gran Unicornio Azul se me pierda otra vez y las musas que me guian poco, se decidan a hacerlo con más frecuencia. Poesía para comprometer el pensamiento. Versos de ayer y hoy. Eso sí, me tomo la licencia de escribir como si de prosa se tratase. Os traigo versos esta noche de Francisco de Qüevedo, Dámaso Alonso y Miguel Hernández. Un tratado de economía, una visión del desarraigo, y el sudor que mana de unas sandalias rotas para alimentar la desigualdad social. Los tres parecen compuestos ayer mismo. 

Es amarga la Verdad (Francisco de Quevedo). 
"Pues amarga la verdad, quiero echarla de la boca, y si al alma su hiel toca, esconcerla es necedad, sépase, pues libertad ha engendrado en mi pereza, la pobreza. ¿Quién hace al ciego galán y prudente al sin consejo?, ¿Quién al avariento viejo le sirve de río Jordán?, ¿Quién hace de piedras pan, sin ser el dios verdadero? el dinero. ¿Quién con su fiereza espanta el cetro y corona al rey?, ¿Quién, careciendo de ley, merece nombre de santa?, ¿Quién con la humildad levanta a los cielos la cabeza? la pobreza".

Mujer con Arcuza (Dámaso Alonso) de Hijos de la Ira.
"¿Adónde va esa mujer arrastrándose por la acera, ahora que ya es casi de noche con la alcuza en la mano? Acercaos: noos ve. Yo no sé qué es más gris, si el acero frío de sus ojos, si el gris desvaído de ese chal con el que se envuelve el cuello y la cabeza, o si el paisaje desolado de su alma. Va despacio, arrastrando los pies, desgastando suela, desgastando losa, pero llevada por un terror oscuro, por una voluntad de esquivar algo horrible. Sí, estamos equivocados. Esta mujer no avanza por la acera de esta ciudad, esta mujer va por un campo yerto, entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes, y tristes caballones, de humana dimensión, de tierra removida.

Las Abarcas Desiertas (Miguel Hernández).
Por el cinco de enero, cada enero ponía mi calzado cabrero a la ventana fría. Y encontraban los días que derribaban las puertas mis abarcas vacías, mis abarcas desiertas. Nunca tuve zapatos, ni trajes, ni palabras: siempre tuve regatos, siempre penas y cabras. Me vistió la pobreza, me lamió el cuerpo el río, y del pie a la cabeza, pasto fui del rocío. Por el cinco de enero, para el seis, yo quería que fuera el mundo entero una juguetería. Y al andar la aoborada removiendo las huertas, mis abarcas sin nada, mis abarcas desiertas. Ningún rey coronado tuvo pie, tuvo gana para ver el calzado de mi pobre ventana. Toda la gente de trono, toda la gente de botas se rió con encono de mis abarcas rotas. Rabié de llanto, hasta cubrir de sal mi piel, por un mundo de pasta y un mundo de miel. Por el cinco de enero, de la majada mía, mi calzado cabrero a la escarcha salía. Y hacia el seis, mis miradas hallaban en sus puertas mis abarcas heladas, mis abarcas desiertas.